29 de julio de 2013

Esperas

Esperaba el comienzo.

Esperaba.

El sonido del reloj que le había parecido casi musical, ahora
se le volvía molesto. Inadecuado, exasperante.
Las hojas de los meses en el calendario eran arrancadas ya
descuidadamente. Los vidrios de las ventanas se cubrían de tierra de gotas
secas.
Esperaba.

A veces en las noches se peinaba el cabello antes de irse a
dormir, y se miraba a los ojos en el espejo. En silencio observaba sus propias
marcas de la espera, los pequeños surcos al costado de los ojos, debajo de
ellos. Las marcas de expresión en las mejillas. Cada tanto al verse, ensayaba
sonrisas y mohines por un momento, y luego se iba a la cama silenciosamente.
Conocía tan bien los sonidos de los movimientos cotidianos,
que adivinaba cada día al vecino poniendo en marcha el coche para ir a
trabajar, a los niños del otro piso llegando de la escuela. A los del
departamento D discutiendo por las tardes. Conocía de memoria el crujido de sus
propios pisos bajo sus pies. El goteo suave de la canilla de la cocina que
ningún plomero pudo arreglar y el golpeteo de las persianas en las noches de
viento. Y esperaba.

Años atrás, al decidir la espera, gentes amigas venían a
visitarla con la amable intención de ayudarle a gratificar el tiempo. Ella les
recibía con té caliente, dulces y anécdotas de la adolescencia, con música de
esos años. El comedor se llenaba de risas y voces animadas. Al pasar el tiempo,
todo se fue volviendo monótono y repetitivo para ella, entonces ya el té se
enfriaba y las anécdotas tenían un dejo de queja. Poco a poco las gentes
dejaron de venir y ella dejó de desear que vengan. Y la ansiedad de la espera
luego se transformó en compás, luego en silencio, luego en parte del mobiliario
y las arrugas del rostro.
Durante la espera pasaron cuerpos y voces. Algunos dignos de
recordarse, decía, pero nadie digno de quedarse. Simplemente, ella había tomado
las riendas del asunto cada vez, y les había pedido que no regresen. En
ocasiones algo le había gustado de alguno de ellos, recordaba detalles de algunos,
recordaba la mirada insistente y azul de uno sin siquiera recordar su nombre
pero rápidamente se repetía para sí que no, que no era suficiente, que no
estaba a la altura de lo que ella aspiraba en la vida. Nunca ninguno fue lo
suficientemente atractivo, inteligente, apasionado, y seguía enumerando. Nunca
nadie estuvo a la altura. Y allí estaba ella, sola y silenciosa.

El tiempo siguió su curso.
  
La muerte no fue como en las películas, sino que se sucedió
lentamente y en silencio, entre los sonidos de sus pasos recorriendo los pisos
de madera. Una noche calurosa luego de peinar su cabello gris, se miró al
espejo largamente. Por primera vez en mucho tiempo, permitió que una lágrima
pequeña baje por su mejilla pálida. Con los ojos mojados, una vez más forzó una
mueca.
Tiempo después la encontraron tendida frente al espejo, con
los ojos cerrados. En su rostro aún se veía la huella sucia de una lágrima, y
una sonrisa en sus labios secos. La enterraron familiares desconocidos, y sin
tocar nada, pronto pusieron en alquiler el departamento.

El tiempo siguió su curso.

El inquilino pronto se acostumbró al silencio del lugar, y
aprendió a reconocer los sonidos habituales: los vecinos, los coches. El goteo
de la canilla de la cocina, el viento moviendo las persianas a veces. Todas las
tardes a las seis en punto cerraba las ventanas y encendía la luz del pasillo.
Y todas las noches antes de irse a dormir, se miraba en el mismo espejo nuboso
y recordaba. Recordaba las manos delgadas que él tanto había deseado, el cuerpo
breve, la mirada fría y distante de una mujer, la que siempre amó y nunca pudo
tener. La que le dijo finalmente que no insista más, que se vaya para siempre.
Lentamente y rodeado de recuerdos, el inquilino se iba a la habitación, a la
vieja cama que ahora era suya, y cada noche finalmente se dormía con una
lágrima recorriendo su mirada azul. Y esperaba.

Esperaba el final. 

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